Resumen. Empleando un modelo geométrico de la Santísima Trinidad introducido en estos escritos, esta campanita incluye una reflexión acerca del pecado en contra del Espíritu Santo, que, de acuerdo a las Sagradas Escrituras, no tiene perdón. El relato y su canción “La Vid y los sarmientos” se pueden escuchar aquí: (en proceso)
La canción también se puede escuchar y visualizar en un archivo de YouTube al final del texto.
La Presentación del blog provee información acerca del propósito de estas campanitas y la Organización del mismo muestra cómo las entradas se agrupan por categorías. Esta entrada pertenece a las categorías “El infierno” y “La Vid y los sarmientos”.
El material de esta campanita se halla en el tercer capítulo de mi libro La Higuera & La Campana.
Recibir el perdón, aquella restauración espléndida que deja sin efecto nuestras culpas, es uno de los más bellos regalos que podemos experimentar en nuestras vidas. Ciertamente, nada compara con su clemente comprensión, como cuando un ser, plenamente arrepentido al saber que ha causado dolor, pide perdón y obtiene como respuesta un “te perdono” y un “te quiero”, un sustento pleno y un abrazo certero que permite volver a empezar. ¡Cuán bello es esto, es algo así como tocar el cielo!
Otorgar el perdón, esa dádiva generosa del corazón y de la mente, es uno de los actos más amorosos que podemos brindar a nuestros semejantes. Sin duda, nada se equipara con un buen “borrón y cuenta nueva”, pues así no se acumulan las divisiones, ni crecen los vacíos y los rencores. Cuán triste es la carencia de un “lo siento” y la obstinación de un “no te perdono” que destruyen lo que era lindo. ¡Qué feo es esto, es algo así como sumergirse en el infierno!
Como es bien sabido, el perdón juega un papel primordial en las enseñanzas de Jesús y aparece de una manera prominente, por ejemplo, en el Padre Nuestro, la oración que Él nos dio cuando un discípulo le pidió: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11:1).
Mientras que el Evangelio según San Lucas dice,
“Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, y perdónanos nuestros pecados porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en tentación” (Lc 11:2—4);
en el de San Mateo la oración es un poco más larga,
“Vosotros, pues, orad así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu Voluntad así en la tierra como en el cielo. Nuestro pan cotidiano dánosle hoy; y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores; y no nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal” (Mt 6:9—13);
y enseguida aparece una relevante cláusula aclaratoria,
“Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas” (Mt 6:14—15).
Claramente, la plegaria refleja el orden prescrito en nuestras relaciones fundamentales: la primera, con Dios—a quien debemos amar con todo nuestro corazón, toda nuestra alma y toda nuestra mente (Mt 22:37, Pr 2:1—5), y la segunda, con el prójimo—a quien debemos amar como a nosotros mismos (Mt 22:39). Como se observa, aunque el deseado perdón del Padre está supeditado a nuestra capacidad de perdón a nuestros semejantes, la oración también incluye el no dejarnos caer en tentación, es decir el pecado en general, el cual, al alejarnos también de Dios, requiere, por ende, su perdón.
En este sentido amplio, más allá de nuestro deber de perdonar a nuestros deudores, es siempre relevante recordar que Dios es clemente y compasivo, tardo a la cólera y lleno de amor (Sal 103:8), que Él siempre nos llama hacia sí sin despreciar nunca un corazón contrito y humillado (Sal 51:19) y que Dios no se complace en la muerte del malvado, sino que más bien prefiere que éste se convierta y viva (Ez 18:23).
Así pues, el arrepentimiento del pecador (he aquí uno lejos de santo) no representa sólo el vital llamado de Jesús al empezar su ministerio (Mt 4:17) sino también nuestra mejor opción. Y claro, esto conlleva cumplir, y así dejar de infringir, los mandamientos: “No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes falso testimonio, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre” tal y como Jesús se los resumió al joven rico (Mc 10:19), y también lo expresado en la Ley, incluidas posteriormente, a su vez, las explícitas transgresiones citadas por el Apóstol San Pablo, las cuales, en la carencia del arrepentimiento, nos impiden llegar al cielo:
“Ahora bien, las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo, como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios” (Ga 5:19—21).
“¿No sabéis acaso que los injustos no heredarán el Reino de Dios? ¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el Reino de Dios” (1 Co 6:9—10).
Sabiendo pues que Jesús nos invita a la conversión, es decir a perdonar no sólo siete veces sino setenta veces siete veces (Mt 18:21—22) o sea todas las veces, resulta algo extraño saber que Él también dijo que no todo pecado era perdonable (Lc 12:10), lo cual Él comunicó detalladamente tanto a los escribas como a los fariseos, quienes dudaban acerca de la fuente divina del poder que le permitía a Jesús llevar a cabo sus milagros y en particular expulsar demonios.
Para que todo quede debidamente ilustrado, a continuación se incluyen las dos citas más significativas acerca del pecado sin perdón.
Mientras que en el Evangelio según San Marcos se dice,
“Los escribas que habían bajado de Jerusalén decían: ‘Está poseído por Beelzebul’ y ‘por el príncipe de los demonios expulsa los demonios’. Él, llamándoles junto a sí, les decía en parábolas: ‘¿Cómo puede Satanás expulsar a Satanás? Si un reino está dividido contra sí mismo, ese reino no puede subsistir. Si una casa está dividida contra sí misma, esa casa no podrá subsistir. Y si Satanás se ha alzado contra sí mismo y está dividido, no puede subsistir, pues ha llegado su fin. Pero nadie puede entrar en la casa del fuerte y saquear su ajuar, si no ata primero al fuerte; entonces podrá saquear su casa. Yo os aseguro que se perdonará todo a los hijos de los hombres, los pecados y las blasfemias, por muchas que éstas sean. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón nunca, antes bien, será reo de pecado eterno’ ” (Mc 3:22—29),
el Evangelio según San Mateo relata el mismo episodio así,
“Entonces le fue presentado un endemoniado ciego y mudo. Y le curó, de suerte que el mudo hablaba y veía. Y toda la gente atónita decía: ‘¿No será éste el Hijo de David?’ Mas los fariseos, al oírlo, dijeron: ‘Este no expulsa los demonios más que por Beelzebul, príncipe de los demonios’. Él, conociendo sus pensamientos, les dijo: ‘Todo reino dividido contra sí mismo queda asolado, y toda ciudad o casa dividida contra sí misma no podrá subsistir. Si Satanás expulsa a Satanás, contra sí mismo está dividido: ¿cómo, pues, va a subsistir su reino? Y si yo expulso los demonios por Beelzebul, ¿por quién los expulsan vuestros hijos? Por eso, ellos serán vuestros jueces. Pero si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios. O, ¿cómo puede uno entrar en la casa del fuerte y saquear su ajuar, si no ata primero al fuerte? Entonces podrá saquear su casa. El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama. Por eso os digo: Todo pecado y blasfemia se perdonará a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu no será perdonada. Y al que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro’ ” (Mt 12:22—32).
Esta reflexión, proveniente de un científico algo extraño, intenta ahondar en la lógica de semejante edicto descalificador, uno que anula toda misericordia divina y dicta por sentencia el infierno mismo. Para hacerlo, esta campanita emplea el mismo modelo matemático-geométrico de la Santísima Trinidad ya explicado en el blog, el cual abarca una representación del Espíritu Santo que permite visualizar cómo puede suceder la tan horrenda blasfemia …
… Tal y como se elaboró progresivamente en las últimas campanitas de fe, aquí, aquí, aquí, aquí y también aquí—¡valga la vital redundancia!—existe una función con forma de alas de ángeles y también de nube, una transformación del eje x (en la horizontal) al eje y (en la vertical), que puede construirse, paso a paso, de una manera sencilla:
Comenzando con los tres puntos del plano (x, y) señalados por cuadrados y cruces, es decir los dos extremos a la izquierda y a la derecha y el punto del medio, el objeto alado aparece agregando una infinidad de puntos siempre hacia arriba: los dos primeros situados a una distancia Z a partir del punto medio de las líneas que unen los tres puntos iniciales; los siguientes cuatro localizados a una distancia Z al cuadrado a partir del punto medio de las cuatro líneas mostradas más arriba de izquierda a derecha, y así sucesivamente, en potencias de dos para el número de puntos siempre ubicados en el medio de líneas, y en potencias de Z para sus desplazamientos verticales, de Z a Z al cuadrado a Z al cubo, etc.
Sucede que cuando Z tiende a su valor máximo de uno, de modo que todas las potencias de Z se acerquen también a una unidad, la transformación alada llena tanto espacio como el plano y adquiere—sólo allí—la propiedad especial de poder llevar cualquier entrada dx (una no-discreta definida sobre un conjunto infinito e incontable de puntos) a una salida dy con forma de campana, la cual, en el límite, termina siempre centrándose y concentrándose en el infinito, en el cielo.
Este hecho notable se ilustra aquí nuevamente usando un diagrama compuesto por tres componentes, mas no en el límite sino para un valor de Z igual a 0.99:
Éste muestra cómo una entrada dx compuesta por muchísimas espinas—es decir, el mismo ente ya explicado en el blog relacionado con el divisivo poder del aire y también vinculado con la propagación de las desigualdades económicas en el mundo—es transformado por la función angelical (casi límite) en una campana dy, aún no centrada en el infinito.
Retomando explicaciones pasadas con relación a la célebre alegoría de la caverna de Platón, el diagrama revela cómo la transformación angelical de x a y (arriba a la izquierda), al ser “iluminada” por el objeto espinoso y disipado dx (abajo), produce una “sombra” dy con forma de campana (a la derecha). La construcción termina siendo no muy complicada, pues puede describirse de la siguiente manera: si el objeto dx sube, verticalmente (¡claro!), hacia los puntos respectivos de la función o transformación de x a y, entonces lo visto desde el eje de las y—sumando las espinas de dx correspondientes a una altura dada en y—da lugar a la campana dy, cuya área equipara la suma de todas las espinas en dx.
Tal y como ya se argumentó antes, lo que el diagrama expone, en el límite cuando Z tiende a uno, son noticias grandiosas, pues allí se ilustra la real posibilidad que un desorden arbitrario dx (en verdad una infinidad de posibles entradas arbitrariamente desordenadas, polvorientas y espinosas, que bien simbolizan nuestro pecado) pueda ser transformado en el orden armónico de la campana dy, invirtiendo así el flujo natural corrosivo que viaja en sentido contrario, es decir del orden al desorden, y proveyendo, a su vez, un antídoto a la disipación (la muerte), pues la campana se relaciona con la conducción del calor y, por su carencia de violencia, con la verdadera paz.
Ya antes apareció una famosa exclamación para resumir la construcción que lo lleva casi todo al infinito y hela aquí de nuevo con el mismo asombro: “¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?” (1 Co 15:55).
Tal y como se explicó también, al reemplazar un dx desordenado por el equilibrio de la reconciliación, aparece otro diagrama aún más bello que permite visualizar, empleando solo Z = 0.99 y aunque las áreas de dx y dy no parezcan ser iguales, los tres miembros de la Santísima Trinidad:
Dios Padre entronizado en el cielo, (en el infinito en el límite cuando Z tiende a uno) y simbolizado por la campana dy siempre conductora y sin entropía, es decir fuente inagotable de luz pura; Dios Hijo como entrada dx siempre balanceada y recta, es decir el ser perfecto y sin pecado alguno; y Dios Espíritu Santo en la transformación siempre positiva y unitiva (hacia arriba) con forma de alas de ángeles, la cual conecta al Padre con el Hijo y procede de ambos, como lo enseña el Credo.
En el espíritu de esta campanita y en el contexto de estas asociaciones, surgen varias preguntas. ¿Qué representa pues una blasfemia en contra del Espíritu Santo? ¿Qué puede ser tan grave que anule el poder de la transformación límite? ¿Qué impide no acceder al perdón divino?
Tal y como se ha explicado ya, y un poco más aquí, la misma transformación alada y límite, cuya construcción es en verdad muy sencilla, es capaz de llevar casi cualquier dx al infinito, incluido lo obtenido empleando cascadas divisivas definidas más allá de la fracción 70-30 prototípica de la turbulencia. Siempre y cuando dx esté definido en un número no contable de puntos, es decir un número infinito no numerable de puntitos, como, por ejemplo, en una permutación arbitraria de las espinas arriba, la transformación límite hace el milagro y lo lleva todo arriba, al cielo. Y esto es así aún si dx contiene vacíos, pues la transformación vital levanta las espinas, o “los huesos” para citar al gran profeta Ezequiel (Ez 37:1—14), para llevarlas hacia el mejor destino:
La única forma en que no se obtiene la concentración anhelada de todo en el infinito sucede cuando se usa una entrada dx que contiene un número contable de puntos. Por ejemplo, si dx está compuesto por dos espinas, al subirlas hacia la transformación de x a y, ellas generan dos espinas en el eje y (o acaso una), las cuales se sitúan, por definición, a una altura finita.
¡Vaya tontería el perder llegar al infinito de esta forma! ¡Es como ver la puerta y no entrar por ella por no creer en el infinito! ¡Esto es algo, en verdad, imperdonable!
Hay, sin embargo, otras muchas selecciones que impiden llegar al mejor domicilio eterno. Como la transformación alada del Espíritu Santo ocurre solamente en el límite cuando Z tiende a uno, otro modo de “blasfemar” es emplear otras funciones similares, pero con valores de Z alejados de dicho límite unitivo. Por ejemplo, si se emplea un valor de Z igual a 0.5:
aparece un dy espinoso que no sólo no es campana, sino que dista del infinito. Y si se usa un valor de Z un poco mayor e igual a 0.8:
la salida dy, aunque ya no refleja las espinas en dx, tampoco viaja hacia el mejor destino, pues su rango es siempre finito.
Es solamente en el límite, cuando Z tiende a uno, ¡valga la repetición!, en donde se logra el mejor destino en el cielo. Así, no dejarnos transformar, en la plenitud de la fe, al cien por ciento, por la transformación espiritual que llena todo el espacio, es decir dando todito nuestro ser a Dios, resulta ser también algo “imperdonable”, pues el escoger un valor que no es el límite unitivo, por definición, impide arribar al infinito.
Como se observa a partir de estas explicaciones, la aseveración de Jesús que quien blasfema en contra del Espíritu Santo es reo de pecado eterno hace sentido lógico: aún si se emplea una entrada dx que cumple los requerimientos no contables del infinito, pues el no utilizar la transformación límite da lugar a una salida dy que no sube al cielo y así se pierde la gracia de la redención vital.
¡Vaya bobería quedarse en lo finito pudiendo ir más allá! ¡Es como no creer que existen el infinito y el cielo! ¡Esto es, ciertamente y por definición, algo imperdonable!
Como se observa en los diagramas cuyos dy llegan al cielo, la clave del éxito (o la gracia esencial acabada de citar) está relacionada con la existencia de la transformación vital, una siempre positiva que emana unidad por todas partes, la cual, al ser 1 = 0.999… y por ser el número 9 el espiral positivo opuesto al divisivo 6 del enemigo, o sea el del ya citado Beelzebul, contiene también una sinfonía doblemente infinita (si así pudiera llamarse) de amor.
Sin duda y cual explicado aquí, esto del Espíritu Santo se relaciona con la persona de Jesucristo quien satisfizo dicha unidad amorosa en su vida, y quien en virtud de haber acogido libremente la cruz positiva del bien y la verdad (y expirar precisamente en la hora nona), le agrega otro elemento simbólico y veraz a su regalo divino a nosotros: el que la construcción contenga, a su vez, infinitas cruces (¡los signos más, claro!) que recuerdan el sacrificio por medio del cual se nos otorga la vida en abundancia, es decir la vida eterna.
Y bueno, también existen otras muchísimas maneras de “blasfemar” o maldecir en contra de la transformación vital, y esto sucede el no utilizar siquiera la geometría de transformación alada, sino cualquier otra que no suba. Por ejemplo, y en el espíritu de la campanita anterior, el uso de una construcción que en vez de definir sus puntos siempre hacia arriba los halla subiendo y bajando en cada nivel, tampoco logra llegar al mejor destino:
Aquí el límite parece ser milagroso al ser universal hacia una campana, pero él resulta ser solamente una falsa imitación del mismo Beelzebul quien engaña, sólo un ídolo falso y mundano, pues aunque en dicho caso (el + – antes definido) aparece una campana para cualquier dx no discreto, dicha campana no sube, al reflejar las dudas y carencia de verdadera fe inherente en lo negativo, es decir en la falsedad del egoísmo.
¡Vaya necedad auto-infligida el jugar a lo negativo creyendo que así llegaremos a Dios! ¡Es como abjurar la gracia del amor pleno en prepotente vanidad! ¡Esto es, dijo Él con razón, y creo yo, algo imperdonable!
De una manera curiosa y también certera, debe notarse que en todos los diagramas que no llegan a su destino en el cielo se reflejan, de una manera lógica, las palabras de Jesús ya citadas aquí: “El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama” (Mt 12:30). Pues Él recoge en el infinito a los que Él redime con su preciosa sangre, y los otros simplemente no llegan allí …
… Sabiendo que pecamos fácilmente, de “pensamiento, palabra, obra y omisión” y que es común que nos dejemos llevar por transgresiones como la ira, la soberbia, la envidia, la avaricia, la pereza y la gula, es en verdad maravilloso el saber que, si nos acogemos al Espíritu Santo, en la fe plena, podemos evitar el castigo eterno del infierno, aún si la existencia misma de dicha localización sea negada por no pocos en estos tiempos modernos.
Además de las fuertes reprimendas ya citadas a los peculiares pecadores que no heredarán el Reino de Dios por el apóstol San Pablo (Ga 5:19—21, 1 Co 6:9—10), San Juan, en el Libro del Apocalipsis, agrega a su vez admoniciones certeras que expresan la realidad de la condenación eterna,
“Pero los cobardes, los incrédulos, los abominables, los asesinos, los impuros, los hechiceros, los idólatras y todos los embusteros tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre: que es la muerte segunda” (Ap 21:8).
Es así, de una manera claramente definida, como aquellos que no se arrepienten, como deben, terminan anulando el poder de la transformación vital, y terminan blasfemando en contra del Espíritu Santo, para perderse entrar en el mejor destino en el infinito del cielo.
Dado que la transformación límite sí lleva al mejor destino en el infinito, y a pesar de nuestro pecado representado por un dx desordenado y espinoso—dicho pecado en proceso de arrepentimiento hacia el equilibrio fiel que Jesús cumplió:
en el diagrama se reflejan las explicaciones de San Pablo con relación a la fuente de nuestra salvación:
“Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es un don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe” (Ef 6:8—9),
pues es en la fe de la Iglesia (Hb 11:6), en la plenitud de la transformación límite, en donde el pecado se diluye, tal y como está expresado en el rito de la paz en la liturgia Católica:
“Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles: ‘La paz os dejo, mi paz os doy’, no tengas en cuenta nuestros pecados <en dx>, sino la fe de tu Iglesia <en la transformación alada> y, conforme a tu palabra, concédele la paz y la unidad. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos”.
Habiendo ya descrito en otras campanitas, y a partir de la ciencia moderna, aspectos tenebrosos del infierno caótico y polvoriento finamente entrelazado con un purgatorio real, por ejemplo aquí y aquí, y habiendo explicado también la dolorosa y certera historia de una higuera maldecida, excepto su raíz, en virtud a la misma blasfemia de no aceptar la realidad de Dios aquí, se torna evidente el no desearle a nadie, ni al peor enemigo posible, el castigo eterno y triste de la pérdida del cielo. Sin embargo, la realidad es que hay quienes viven con “ceguera espiritual”, quienes niegan la caridad de Dios hasta el límite de matar al Justo, y estos incluyen a los escribas y a los fariseos de la época de Jesús—ellos amigos del dinero y quienes se burlaban de Él a pesar de observar sus milagros (Lc 12:14)—los cuales fueron duramente reprendidos por Jesús con siete significativos “¡Ay de vosotros!” que resumían su gran pecado en su alejamiento perverso de Dios (Mt 23: 14—33).
Mas sabiendo muy bien que sólo Dios conoce el corazón del hombre (Jr 17:10, Lc 16:15) y siendo consciente que no pocos no creen en Jesús y también se burlan de la grandeza real de Dios en nuestros días, es mi tarea el intentar explicar lo que observo en estos tiempos que me tocó por suerte vivir, llamando eso sí a la conversión. Pues, aunque sé que Dios ama a todos los hombres, ¿quién soy yo para saber si algún pecador ha de arrepentirse? y ¿quién soy yo para saber si alguien ha de adquirir la fe requerida para llegar a salvarse?
En verdad, la célebre expresión pontificia “¿quién soy yo para juzgarlo?” es una aseveración cierta con relación a nuestro destino final, pues Dios todito lo sabe y juzga bien, así parezca que un acto finito no pueda merecer un castigo infinito. Pero también debe ser claro que los pecados citados en las citas descalificadoras de San Pablo y de San Juan, aquellos que impiden heredar el Reino de Dios, están visiblemente definidos como transgresiones serias y, por ende, ellos ameritan un llamado esencial hacia la conversión, tal y como siempre lo hizo el mismo Jesús (Mt 4:17, Mt 6:14—15). Pues, aunque acaso se crea que no, lo que está en juego, más allá de la bondad de preservar nuestro bello planeta el cual algún día pasará (Mt 24:35), es la salvación misma de las almas, lo cual se logra sólo, tal y como se explicó aquí, por medio del Espíritu Santo, ¡oh maravillosa y real transformación!, una función sencilla que refleja tanto el sacrificio de Jesús en la cruz positiva por amor y su veraz resurrección y ascensión al cielo.
¿Cómo no hablar pues de Jesús como único redentor, Hijo de Dios enviado a nosotros para que no perezcamos (Jn 3:16)? ¿Cómo no hablar de la realidad del infierno horripilante como sí lo hace Nuestra Madre María? ¿Cómo no animar al menos hacia Dios explicando la existencia misericordiosa del purgatorio? Pues, aunque sea cierto que yo no sea quien para juzgar cuál será la duración de un pecador allí—muy probablemente yo, cual ser que muchas veces hace lo que no quiere (Rm 7:14—24)—, en un diagrama como éste:
se puede visualizar la necesidad de la purificación esencial de las espinas y el polvo, pero por un período FINITO, antes de poder llegar a compartir en la Comunión de los Santos.
Y es que, en el mismo espíritu, ¡claro el del Espíritu Santo!, el otro diagrama, el de la pureza ya en la tierra,
nos anima a ser como los Santos, o más humildemente como los santitos, que en plena fe y acción amorosa satisfacen lo prescrito—incluyendo el acoger el don de que sus pecados sean desatados en la tierra para que así permanezcan en el cielo (Mt 16:19)—y así experimentan desde ya el llegar directamente al cielo (Ro 6:22—23):
¡Oh alegría inefable la del santito! ¡Oh don gratuito el de Dios en sus Sacramentos!
No olvidando, de otra parte, que con relación al juicio final Él dijo,
“Muchos me dirán aquel día: ‘Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?’ Y entonces les declararé: ‘¡Jamás os conocí; apartaos de mí, agentes de iniquidad!’ ” (Mt 7:22—23),
y sabiendo que Él también dijo,
“si no creéis que Yo Soy, moriréis en vuestros pecados” (Jn 8:24),
me aferro a la fe de la campana en el infinito y prosigo trabajando con debido “temor y temblor” por mi salvación (Flp 2:12), para así poder llegar a ser parte del gran banquete (Ap 19:7—9).
Ya para terminar, he aquí el texto de una cita favorita, ya incluido en otra campanita acerca del mismo Espíritu Santo, que los invito a releer aquí:
“Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto. Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado. Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis. La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos. Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor” (Jn 15:1–10).
Como lo pueden ver, ésta también expresa nuestras opciones: el seguir al Espíritu de Dios y su adalid para tener vida en el cielo o el no permanecer con Él y así blasfemar para terminar en el infierno.
Reiterando una vez más que a mí “me salvó la campana”, en una pelea real que pude haber perdido cual relatado aquí, a continuación viene una canción que intenta resumir lo explicado.
!Que viva el Espíritu Santo! ¡Que viva el Dios Trino! ¡Que viva Jesús! ¡Que viva María!
LA VID Y LOS SARMIENTOS
¡El orden final establecido, con Él o no!
Todo esto está en Juan 15…
Ay si me alejo yo
me quedo sin casa,
ay si lo olvido yo
se seca mi alma:
los versos no acuden
pierdo la esperanza,
las dudas son mella
y se va la gracia.
Ay si me ampara Él
llega su eficacia,
ay si me injerta Él
vivo su balanza:
la bondad aflora
vuelve su confianza,
el fruto se asoma
y el amor ya sacia.
Puente de paz…
Ay si me alejo yo
se seca su savia,
ay si lo olvido yo
me queda la rabia:
los sueños no fluyen
pierdo la esperanza,
la maldad obstruye
y se va la gracia.
Ay si me ampara Él
guardo su acrobacia,
ay si me injerta Él
es la santa alianza:
el Padre me poda
vuelve su confianza,
el trino me anima
y el amor ya sacia.
Shanti Setú…
Mejor ay con Él
siempre pegaditos,
hay dulzor con Él
si somos santitos:
pues sólo con Él
tenemos potencia,
y su compañía
ay dota la ciencia.
Mejor ay con Él
abandonaditos,
hay dulzor con Él
si somos bonitos:
pues con plena fe
tenemos potencia,
y lo positivo
ay dota la ciencia.
Y lo positivo, la cruz,
dota permanencia.
(noviembre 2009/septiembre 2020)
La canción a capela se puede escuchar aquí…
Canción registrada ASCAP copyright © 2022 by Carlos E. Puente
imperativa y subliminal invitación para la transformación ….
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